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jueves, 8 de abril de 2010

Leyenda de las cien doncellas

Para mantener la paz entre el reino de Asturias y el de Córdoba, el rey Mauregato firmó el conocido tributo de las cien doncellas por el que se comprometía él y sus sucesores a la entrega cada año de cien doncellas cristianas: cincuenta pertenecientes a familias nobles y cincuenta del pueblo. Muchos nobles se opusieron a este pago y surgieron muchos leyendas sobre la liberación de varias doncellas. Familias, como los Miranda, tienen armas en su escudo que recuerdan este episodio. El tributo de las cien doncellas fue suspendido en tiempos de Ramiro I.

No hay en las crónicas ninguna referencia a este suceso. La primera mención del mismo, aparece en el Privilegio de Ramiro (votos de Santiago). De este documento se conserva una copia del siglo XII, aunque el supuesto original estaría fechado en 25 de mayo de 844.
TAMBIEN DICEN:

Esta leyenda se vincula al nombre de la población de El Entrego en el concejo de San Martín del Rey Aurelio, e incluso con el derecho de pernada, que tendría en este tributo indigno su raíz histórica.

El rey usurpador Mauregato había pactado con los mahometanos, invasores de Asturias, la entrega de cien doncellas como tributo.
El 18 de septiembre de 793 entraron en Oviedo los encargados de reclamarle a Alfonso II el ignominioso botín.
Mientras el pueblo pedía ayuda a los cielos para impedir el escarnio, de entre un grupo de caballeros armados surgió un grito.
- ¡No se las llevarán!

Quien así clamó no era otro que Fruela, quien, a pesar de los intentos de un anciano por aplacarle seguía bramando.

- ¿Que respeto merecen esos reyes pusilánimes que no tienen valor para pelear y sí la cobardía de consentir este oprobio.
- La cólera te ciega, le contestó el anciano.
- No fue ninguno de nuestros monarcas quien estableció tal pacto. Un bastardo usurpador, Mauregato, hijo de mujer infiel, compró el apoyo de los de su casta para mantenerse en el trono, e inventó este vasallaje.
- ¡No se las llevarán!, clamaba todo el pueblo.
El viejo se impuso al griterío y dijo:

- Escuchadme por última vez. Calmad vuestra cólera. Si persistís, luchad lejos de la ciudad y aseguraros que nadie pueda culpar a nuestro rey.

En pocos días se organizó un pequeño ejército, que, armado de garrotes, venablos, aperos de labranza y algunas espadas melladas se reunió en el lugar prefijado.
Al amanecer del día de la entrega, el grupo esperaba a la caballería musulmana apostado en las cortaduras de una garganta. Cuando los últimos jinetes hubieron entrado en el barranco se desató una tormenta de gritos a la que siguió el ensordecedor ruido de enormes peñascos empujados desde las alturas sobre los confiados soldados.
Tras las piedras, fueron los asturianos los que se abalanzaron sobre los que aún no habían sido heridos por la avalancha, y aún estos fueron rematados con ira.
De pronto, el que parecía el jefe del destacamento, asió a una de las cautivas y la subió en la grupa de su caballo lanzándose a galope tendido.
Fruela lanzó un grito desesperado. La joven no era otra que Jimena, su amada. Entonces, cogió el corcel de uno de los caídos y se apresuró a perseguir al huido. Al llegar a su espalda apuntó con su lanza al caballo del musulmán y le derribó, logrando tras un feroz combate cuerpo a cuerpo salvar a la doncella.
Tras la batalla, las cien jóvenes fueron rescatadas. Los héroes y las damiselas fueron recibidos en Oviedo entre el júbilo general.

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