Las sombras agrupadas cubrían la ribera
crepuscular. Inmóvil, en su bruñido escudo,
la fúnebre laguna. El cielo opaco y mudo.
y el pavoroso y largo silencio de la espera.
Sin erizar las aguas, con espumosos flecos,
Sin violentar el aire, sin despertar los ecos
en su batel mortuorio llegó Caronte. –“¡Arriba!
estremeció su grito glacial toda la riba.
Las sombras asaltaron la embarcación. Llenóla
como se colma un vaso pequeño el primer grupo.
del numeroso grupo de almas que no cupo
quedaba en ella sitio, no más, para una sola.
Caronte, con un remo regulador en alto,
Detuvo amenazante y enérgico el asalto.
-“Decid –habló el barquero postrer- decid los méritos
que en este trance os puedan lograr mi preferencia.”
Las sombras disputaban su póstuma excelencia
enumerando a coro sus títulos pretéritos.
Como el rumor confuso llenaba la laguna
les ordenó que hablaran, Caronte, una por una.
Adelantóse y dijo la primera: “Señor:
merece el epitafio de Eskilo mi valor,
soldado fui. Los hombres temieron mi bravura,
impenetrable y noble metal de mi armadura.”
Dijo otra sombra: “He sido para los campos yermos
simiente bendecida de rosas y azucenas.
Yo repartí mi vida, Señor, a manos llenas.
Me sorprendió la muerte cuidando a los enfermos.
Y una tercera sombra exclamó: “Yo fui monarca...”
y otra: “De mis cinceles perdurará el milagro...”
y otra más: “Fui poeta genial, ignoto y magro...”
Caronte, ya impaciente, movíase en la barca.
Y entonces una sombra más leve que las huellas
de un sueño, una liviana, trémula sombra de ave,
tan incorpórea y diáfana, tan irreal y suave,
que entre las sombras era como la sombra de ellas,
se dirigió al barquero tímidamente. “¡Habla”
gritó Caronte haciendo temblar su vieja tabla.
Cual si la sombra fuera a disolverse en llanto,
igual que una inefable, pequeña, frágil nube,
dijo con voz humilde:”Señor ¡he amado tanto!”
y decidió Caronte sencillamente: “¡Sube!”
Rafael Alberto Arrieta - Las noches de oro (1917)
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